Después de copiar en este blog ¡Y si se callan todos!, el excelente artículo de Julio Llamazares sobre el "vicio nacional" de hablar sin parar, y no escuchar nada, propongo a continuación un nuevo artículo, lúcido como siempre y ácido a la vez, de "fustigamiento nacional" sobre el cotilleo vano (aunque no sólo) imperante en la sociedad española actual: La vida de los otros, también de su libro recopilatorio de artículos periodísticos, "Entre perro y lobo", editorial Alfaguara, 2008. Cómo habrá algún lector poco lector (desearía que éstos fueran escasos), me he perimitido resaltar en negrita aquellos párrafos que en mi opinión sintetizan mejor lo que el escritor critica para que, al menos, los que se cansan rápido de leer puedan sacarle asimismo algún provecho (con perdón por la pretensión, me estoy yo también poniendo ácido por lo que veo). Ahí va.
La
vida de los otros
Además de una gran película, La vida de los otros,
del director alemán Florian Henckel, es una fuente de reflexiones; no sólo de
carácter cinematográfico, sino también social y cultural en sentido amplio.
La primera reflexión
que la película sugiere viene dada por su contenido. Afecta a lo que en ella se
nos cuenta y nos empuja hacia otras consideraciones. Por ejemplo: ¿por qué en algunos países la sociedad se
interesa por su pasado reciente mientras que en otros, como en España, éste
sigue siendo tabú, cuando no materia de confrontación directa? O bien: ¿por
qué en países como Alemania, con una historia tan cruel o más que la nuestra,
los ciudadanos pueden acceder a los archivos policiales del Estado mientras que
en España siguen siendo territorio prohibido todavía? ¿Alguien puede imaginarse
a cualquiera de nosotros solicitando en comisaría su expediente policial de la
época anterior, no ahora, que queda lejos, sino en los primeros años de la
democracia?
La segunda reflexión
es más extensa y alude a los intereses de la sociedad española de este momento;
intereses que se comprueban en las conversaciones privadas de las personas,
pero también en la literatura y en el cine que aquí se llevan. Ambas
comprobaciones nos llevan a la
conclusión de que vivimos en un país sin pasado, pero también sin presente y
sin futuro. O, mejor, con un pasado borrado por un presente sanchopancista que
sólo espera del futuro que el bienestar conseguido no se nos vaya de las manos.
De ahí las conversaciones que uno escucha en los establecimientos públicos, la
mayoría de las cuales versan sobre las pequeñas cuitas de una gente acomodada e
insolidaria, además del fútbol, de los programas de televisión de moda y de los
regímenes de adelgazamiento. Cierto que hay gente que habla de otras cuestiones
y que las conversaciones no han de versar necesariamente sobre los grandes
temas que afectan a la humanidad desde que está en el mundo para indicar que
éstos preocupan realmente, pero cualquiera que ponga la oreja por las calles
españolas se sorprenderá del nivel de las conversaciones habituales de la
gente.
Ese nivel se refleja -o al revés: se retroalimenta- en la
literatura y en el cine que se hacen, cuyos temas van a tono con los intereses
mayoritarios de los espectadores. En lugar de ser al contrario: que la
literatura y el cine contradigan éstos, obligando a sus destinatarios a un
ejercicio de reflexión distinto del que hacen habitualmente. Algo que, por
falta de costumbre, cada vez interesa menos, como cualquiera puede comprobar en
las colas de los cines o en las librerías de paso (las de las estaciones y los
aeropuertos, pero también las de las grandes superficies, que es donde se
venden los libros), escuchando los comentarios de la gente. "Recomiéndeme
una novela, pero que no sea de pensar", o bien: "Yo ya sólo voy al
cine a ver películas divertidas", son las frases más comunes que uno oye
en esos sitios.
Lo peor es que los escritores y los directores de cine,
salvo excepciones, piensan igual que ellos. Un vistazo a lo que se publica o un
repaso a nuestra cartelera bastarán para descubrir los temas que
mayoritariamente ocupan a nuestros escritores y directores de cine, con las excepciones
de rigor de siempre. Y no digamos a la
televisión, un medio que parece dedicado a abotargar al espectador en lugar de
a despertarlo de su sueño. En general, los temas de que se ocupan son los
mismos de los que la gente habla, contribuyendo así a la superficialidad
ambiente. Y aún peor: alimentando ésta con sus aportaciones, pues muchas
veces pasan al imaginario público, que se nutre en gran medida de los temas que
la televisión y el cine y, en menor grado -pues poca gente lee-, la literatura
de moda les ofrece.
Seguramente en otros países el nivel no es muy diferente
(me refiero a los de nuestra área geográfica), pero en España llama más la
atención por cuanto hace sólo unos pocos años vivíamos en un mundo que nada
tenía que ver con éste; un mundo más parecido al que La vida de los otros
cuenta y del que aquí ya nadie se acuerda. Como en La repentina riqueza de
los pobres de Kombach -otra película espléndida-, la sociedad española ha
olvidado sus orígenes y parece que la abundancia que ahora disfruta le impide
reconocerse en historias y sucesos que existieron realmente. Y que existen.
Porque, mientras la mayoría de los españoles hacen regímenes de adelgazamiento
y comentan el último programa de televisión de moda o el escándalo más candente
de la actualidad social, otros siguen viviendo ajenos a aquélla, no sólo en
otros países, sino en el nuestro, bien porque todavía no han podido desentrañar
su propio pasado, lo que les hace vivir de una manera extraña el presente, bien
porque éste no ha sido tan generoso con ellos como con la mayoría de sus
compatriotas. Lo cual les convierte en elementos incómodos para éstos, salvo
que callen lo que les pasa y se dediquen a divertirse y a ser felices igual que
ellos.
Para finalizar, una tercera
y última reflexión: el desprecio por la vida de los otros no se
corresponde, en cambio, con el interés creciente que en nuestro país existe por
las vidas de los otros, esto es, por los acontecimientos que afectan a
las personas que, por la razón que sea (su condición de personajes públicos o
su omnipresencia en la televisión, especialmente), son pasto del interés
general de la sociedad, preocupada del más mínimo detalle de cuantos afectan a
su privacidad. Cualquiera entiende que
hablo de ese periodismo rosa (marrón habría que llamarlo) y de
esa insana voracidad social que han convertido las revistas y las televisiones
en auténticos estercoleros y que han hecho de la persecución del otro un
ejercicio de impunidad, cinismo y ensañamiento que ya quisieran para sí los
actores, reales o de ficción, del Estado que dio vida a La vida de los otros.
Que fue Alemania del Este, pero que bien hubiera podido ser éste en el que
vivimos si nuestros directores de cine se interesaran por esas cosas, aparte de
por divertir al público.
Julio
Llamazares, 29 ABR
2007. Diario El Pais