Acabo de llegar de la feria del libro, en el Parque del Retiro de Madrid, y he estado leyendo algunos artículos periodísticos del escritor Julio Llamazares recogidos en su libro "Entre perro y lobo" (Ed. Alfaguara); inicialmente me he interesado por algunos que hablan de pueblos abandonados (por cierto mientras me dedicaba el libro -"para Tomás, para que nunca conozca en su pueblo la lluvia amarilla"- hemos charlado un rato sobre Despoblación, algo que recoge él en su novela "La lluvia amarilla", cuyo comentario a su adaptación teatral inauguró en su día este blog , y también se mencionó en el boletín de la Asociación Higuera Adelante); luego he leído el último artículo que en el libro él titula "¿Por qué no se callan todos?". Está escrito en 2007 pero creo que lo que él dice, a día de hoy, es aún más cierto que entonces. Sin más dilación, reproduzco -con permiso virtual de El País y de Julio Llamazares- dicho artículo, certero, preocupante y que debería hacernos reflexionar a todos, para mejorarnos como personas.
¿Y si se callaran todos?
La reconvención del Rey al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, que
tanto patriotismo español ha desatado (ignorando u obviando que el Rey
tiene un papel institucional que ha de respetar) me ha hecho pensar,
aparte de en estas cosas, en la cantidad de gente a la que me gustaría
poder decirle lo mismo. No sólo entre los políticos, sino también entre
los periodistas y hasta entre mis vecinos de calle y de portal. El mundo
está lleno de iluminados que ni escuchan ni dejan hablar al resto.
En España, esa situación cobra ya tintes de patología social. Al
ruido ambiente, que es conocido y que nos sitúa, según parece, a la
cabeza de los países más ruidosos del planeta (ignoro si ello contribuye
a acrecentar el cambio climático), se une, en estos últimos tiempos, el
guirigay político y periodístico que invade todos los estamentos, desde
los más ilustres, como los parlamentos, hasta los medios de
comunicación.
La famosa crispación, que no remite (al revés, sigue en aumento), se
ha contagiado a la sociedad, que, viendo cómo debaten sus representantes
públicos y sus opinadores más reputados, ha adoptado su modelo y grita
continuamente. Cualquier programa de televisión, ya sea de cotilleos, de
confrontación política o simplemente de deportes, es una muestra de
todos esos defectos que nos distinguen entre nuestros vecinos: gritos,
desplantes, interrupciones, hasta insultos entre los intervinientes, que
se pasan la mayor parte del tiempo intentando hacerse oír o que les
dejen hablar los otros, incluso en esos programas en los que, para mayor
vergüenza, el micrófono se les corta cuando han consumido un tiempo,
como si fueran niños de parvulario. E igual sucede en las radios, donde
los tertulianos hablan y hablan sin parar, no para contrastar ideas,
sino para reafirmarse en las que ya tienen, jaleándose entre ellos y
dejándose halagar por los oyentes. Con lo que esas emisoras se
convierten en instrumentos de agitación política, cuando no de
propaganda pura y dura, en lugar de cumplir con su función, que es la de
informar al público.
A ejemplo de los políticos y de todos esos personajes que, con el
título de periodista o sin él, ejercen de opinadores sin que se sepa, en
muchos de los casos, cuál es su mérito ni su especialidad, el ciudadano
de a pie se ha contagiado de esas costumbres y opina a grandes gritos
en el bar, despreciando las opiniones de sus vecinos, que, por su parte,
gritan también, sin que a nadie le importe lo que el otro piensa o dice
y, lo que es mucho peor, dejando detrás de sí una de estela de
arrogancia que tiene su raíz en la idiosincrasia hispánica, esa que
Díaz-Plaja resumió en un libro de gran éxito, El español y los siete pecados capitales,
en el que venía a decir que el principal de éstos es la soberbia ("¡A
mí me vas decir!", "¿Qué sabrás tú?", "Te lo digo yo y punto", son
algunas de nuestras expresiones más comunes), y que se acrecienta hoy
con la virulencia ambiente, esa que viene de los políticos y que se
transmite de arriba abajo como en una cadena de transmisión. Parece como
si todo el mundo estuviera enfadado con los demás.
El resultado de todo ello es un país ensordecedor, áspero, vehemente,
en el que todos lo saben todo y en el que nadie va a cambiarles de
opinión. Un país en que, por tanto, el que es educado y respetuoso, el
que escucha antes de opinar y, cuando opina, lo hace con discreción,
está condenado, a poco que se descuide, a no poder expresarse. Aunque
tampoco debe importarle, puesto que, como decía Ferlosio, en el mundo en
que vivimos nadie convence a nadie de nada. Menos aún en España, donde
la crispación política, el vociferío ambiente, el guirigay que lo invade
todo, desde la radio a los restaurantes, pasando por el Parlamento, ni
siquiera permite que las personas puedan decir lo que piensan, salvo que
lo hagan a gritos, sumándose de ese modo al guirigay y al ruido
generales.
Así que me pregunto: ¿Por qué no se callan todos? Y que nadie nadie
piense que esto responde a esa soberbia que Díaz-Plaja señalaba como el
gran pecado del español; al contrario, mi pregunta nace del cansancio de
vivir en un país en el que es imposible escuchar a nadie, no digo ya
los pájaros o los pensamientos propios, y del desasosiego que me produce
pertenecer a una sociedad que, teniendo el mayor nivel de vida de su
historia, se comporta como si fuera todo lo contrario y que, habiendo
recibido el mayor grado de formación que ha tenido nunca, hace gala de
una mala educación desconocida en lugares con altas tasas de
analfabetismo. Sin ir más lejos, en esos países de Iberoamérica cuyos
ciudadanos vieron con gran sorpresa el exabrupto del Rey de España, bien
que fuera merecido por ese histriónico personaje cuya verborrea y mal
gusto parecerían sacados de una tertulia de la Cope o de un programa de
cotilleos de los muchos que llenan nuestras televisiones.
Julio Llamazares , 4 DIC 2007