Como en Navidades, en general, se suele tener más tiempo, os voy a proponer la lectura de un artículo largo, denso y profundo del ensayista y filósofo Javier Gomá Lanzó, quien se atreve, entre otras muchas reflexiones interesantes, a proponer "escurrir el bulto" y confesar limpimante "sobre eso no tengo opinión formada" cuando las circunstancias de esta compleja vida que nos ha tocado en suerte nos obligan casi a tener una opinión sobre todo, lo cual -normalmente- significa que suele ser que no tenemos ninguna en profundidad sobre casi nada. Bueno es pararse a reflexionar sobre ello, para que no nos volvamos cada día un poco más locos, con tanta toma de posición obligada a la que estamos continuamente expuestos.
Aunque personalmente intento no escurrir el bulto en mi vida cotidiana, en las circunstancias que describe el autor es más que saludable. ¡Qué disfrutéis! Felices Fiestas y mejor 2013.T.Melo
Aunque personalmente intento no escurrir el bulto en mi vida cotidiana, en las circunstancias que describe el autor es más que saludable. ¡Qué disfrutéis! Felices Fiestas y mejor 2013.T.Melo
Javier Gomá Lanzón, Escurrir el bulto, Babelia. El País, 22/12/2012
En una sociedad que fuerza continuamente al ciudadano a tomar partido, vale más una prudente duda reflexiva.
En una sociedad que fuerza continuamente al ciudadano a tomar partido, vale más una prudente duda reflexiva.
Uno más o menos está prevenido contra las acechanzas del maligno, pero
¿quién te prepara contra las seducciones de los buenos? Ante éstos,
confiados, bajamos la guardia y estamos perdidos. Contempladas una a
una, las justas causas de este mundo merecen apoyo; persuadidos por la
fuerza que las anima, el primer impulso es dar un paso al frente.
¡Cuenta conmigo! El ardor se enfría algo cuando reparamos en la variedad
infinita de causas que nos solicitan ¿solidarias, medioambientales,
culturales, políticas? y en que la elegida quizá no sea la prioritaria
sino sólo la primera que llamó a la puerta. Entonces se nos ofrece la
siguiente, asistida también de excelentes razones, y luego la siguiente.
Entretanto, cada cual va tratando de cumplir día a día, con muda
monotonía, los menesteres familiares, profesionales, vecinales, cívicos y
legales que gravitan sobre el ciudadano medio asumiendo un desgaste
carente de lucimiento personal alguno, pero trascendental para asentar
la anónima normalidad de las cosas. Atender con algún decoro todo ese
cuerpo de deberes ya absorbe muchísimas energías y, una vez satisfechos
todos, apenas nos quedan fuerzas residuales para compromisos
supernumerarios. ¿Qué hacer? Como no se trata, supongo, de luchar contra
el deshielo de los casquetes polares o a favor de la renta mínima de
inserción o de la cooperación al desarrollo por el expediente de meter a
los hijos en una esclusa, como Rousseau, o pedir al prójimo que pague mis impuestos, como tuvo el donaire de hacer Agustín García Calvo,
mi llorado profesor de métrica latina, al final acaba uno buscando la
manera de escurrir el bulto. Sucede con frecuencia que el ciudadano
cumplidor, aquel que puntualmente se responsabiliza de todas las
obligaciones inherentes a la posición que ocupa, mientras se consume en
este empeño ha de escuchar los escrúpulos de su mala conciencia o los
reproches de terceros que le afean su conducta tachándola de
descomprometida, de calculada tibieza o de egoísmo.
Un cierto
republicanismo —empezando por la Hannah Arendt de La condición humana—
nos ha acostumbrado a pensar que ciudadano virtuoso es aquel que, como
el antiguo griego, desdeña familia y trabajo —en la Grecia clásica,
quehaceres propios de mujeres y esclavos— y, abandonando esa esfera
privada, acude al ágora para deliberar ociosamente con sus iguales sobre
asuntos políticos de interés general. Yo sostengo, por el contrario,
que los profesionales de la política no ostentan ni mucho menos el
monopolio de lo público y también —recuperando aquel eslogan feminista
que decía que lo personal es político— que alguien que simplemente funda
una casa y elige un oficio, cuidando de ambos con diligencia, es ya, de
pleno derecho, una persona pública y está promoviendo con su vida una
justa causa de interés general.
No sólo como ciudadano, también como filósofo, siento a menudo la
necesidad de escurrir el bulto. Y eso que no comparto en absoluto el
socorrido lugar común que pretende que la filosofía es la historia de
los problemas y no de las respuestas, de las dudas y no de las certezas.
Me gusta repetir que el auténtico filósofo se caracteriza, dentro del
sistema de saberes, por especializarse en ideas generales, esas ideas
sobre el Todo en general que las demás disciplinas presuponen sin
convertirlo en tema. En consecuencia, la filosofía ha de saber producir
respuestas y certezas sobre la totalidad del mundo, aunque por supuesto
nunca definitivas. Un Todo filosófico se presenta muchas veces como un
ideal. Ahora bien, el ideal señala una dirección y su valor se mide por
la excelencia que enuncia, movilizadora de fuerzas sociales latentes, no
por su aplicación práctica. ¿Quién ha visto alguna vez realizado en la
historia real el ideal del hombre prudente aristotélico, el del agente
moral autónomo kantiano o el del superhombre nietzscheano? La filosofía
haría bien en mantenerse en ese plano de idealidad y no aspirar a
convertirse en una crestomatía o un vademécum válido para todos los
casos. Entre los primeros principios de la filosofía y la realidad que
habitamos se abre un hiato; tratar de llenarlo sería como desertar de
las austeras ideas generales y abandonarse a la concupiscencia de una
casuística que pertenece, en puridad, a la riquísima y problemática
contingencia humana, irreductible a concepto.
De que los filósofos cavilen sobre el Todo no se sigue, por tanto, que
deban perorar sobre todo. Con frecuencia se les requiere para que
expresen su parecer sobre las más variadas cuestiones. Recuerdo que en
los exámenes universitarios me desenvolvía bien cuando había que
desarrollar un tema general de la asignatura pero mal en los multiple
choice, porque, salvo la abiertamente absurda, todas las otras
respuestas me parecían de algún modo correctas. Lo mismo me ocurre ahora
con la llamada ética aplicada. Por un lado, el pensamiento avanza con
tempo geológico mientras que la sociedad demanda soluciones
supersónicas. Por otro, algunas de estas materias entran en la arena de
la controversia política y al punto dejan de ser neutras para el
pensamiento —que debería mantenerse fiel exclusivamente con objeto de su
meditación— y se contagian de la dialéctica amigo/enemigo propia de la
lucha partidista. Entonces del filósofo no se espera ya una opinión sino
una afiliación, una equis en el examen tipo test a la alternativa, por
ejemplo, abortista o antiabortista, cuando lo interesante, en
perspectiva filosófica, consiste en hacer aflorar la antropología
subyacente a la quaestio debatida. En el caso del aborto, si se
argumenta que desde el instante mismo de la concepción el embrión es no
sólo vida sino vida humana, ¿debemos entender que lo específicamente
humano reside en los cromosomas?; si se defiende el derecho a abortar
por malformación del feto, ¿qué hace la vida humana digna de ser vivida:
la ausencia de sufrimiento?
Ante este tipo de situaciones, obligados a tomar posición en breves
segundos con un sí o un no, recomiendo no ceder al síndrome del
micrófono y, aun a riesgo de decepcionar, decir con sencillez: “Sobre
esto no tengo opinión formada”. Y escurrir descaradamente el bulto.