El sonido del tamborilero
de San Sebastián me levanta de la cama (¡ya era hora, tras 10 inhabituales horas
de estancia en ella, después que el sopor
que produce la estufa de leña a su lado me hubiera agarrotado la noche
anterior músculos y voluntad para acudir al habitual baile del sábado!), y tras
hacerle unas fotos a la escasa comitiva que en ese momento le acompañaba, me
dispongo el desayuno y me abrigo con la intención de disfrutar de un día de invierno
persiguiendo el agua en las gargantas, regatos y regatillos que fluyen en los
alrededores de Higuera.
A punto ya de entrar en el
coche vuelve a sonar el tamborilero y la concurrida y colorista procesión de San Sebastián me sorprende con
un pie casi dentro, quedándome un poco en suspenso. Hago algunas fotos de la
procesión y subo al coche para dirigirme hacia el camino de la Parrilla; antes
y durante, voy haciendo algunas fotografías a elementos típicamente invernales
(naranjos de Félix, repollos o berzas –no sé muy bien- de Lucas, solitarias
“mielrras”…), iglesia y pueblo desde el alto de La Pasaera, viejos alcornoques
caídos, caballos rebozados de agua, ovejas de Marino que vienen hacia mí
pensando tal vez que es la hora de volver al corral, casa e higuera con sus
desnudas ramas en la huerta de Fabián…; se ve un alcornoque semi podrido
apartado del camino, que debió caerse con la ventolera del día anterior, y el
regato del agua de la Parrilla que se ha desviado de su curso habitual y cruza
indisciplinadamente por donde le ha venido en gana (¡ afortunado él a quien
nadie le va a pedir cuentas por tomarse esa libertad!).
Doy la vuelta, y enfilo el
camino de la Mina, maravillado por la contemplación de la hierba mojada, los
charcos, charcas y regatos que corretean un poco por todas partes. La bajada
hacia la Mina, como camino recorrido en multitud de ocasiones, se hace corta,
dejando a los lados encinas y jaras que jalonan el camino. Llego al puente de
la Mina y a primera vista me sorprende el caudal de agua de la Garganta de los
Nogales, más aún con el contraste, aún en mi memoria, de su inexistencia no
hace muchos meses ¡uno cree casi estar por momentos en esos ríos de aguas
caudalosas de los Pirineos donde se desciende en verano haciendo “rafting”! La
visión de las múltiples maneras de escurrirse el agua y el bullicioso ruido que
produce estimula los sentidos, puesto que, como es habitual en invierno en
estos parajes, la vida se ha ralentizado y apenas otros sonidos diferentes a
estos se escuchan en derredor.
El camino que por la margen
izquierda de la garganta conduce a la Mina aparece jalonado de regatillos que
finalmente se unen con gracia al caudal de la garganta. Musgo, ciborranchas,
hierba de un verde intenso y limpio, encinas y árboles de ribera provocan una
sensación placentera de recogimiento y unión con el natural entorno. Más abajo,
la boca, pozos, lavadero y los semi derrumbados edificios de la Mina, ahora sí acompañados del runrún del agua
que pasa cercana, seguramente se sentirán menos solos en estos solitarios
parajes invernales; el apenas
perceptible desde aquí sonido del agua cayendo en la chorrera cercana pone una
nota de melancolía monótona al conjunto.
Unas intermitentes gotas de
lluvia hacen aún más placentero el momento, que se acentúa cuando aparece la
plana de agua de la antigua presilla deslizándose con suavidad hasta
precipitarse en la Chorrera de la Mina, que se muestra poco después de manera
espectacular, motivada por las abundantes lluvias caídas el día anterior. A su lado,
un regatillo saltarín le regala graciosamente de golpe su pequeño tesoro
líquido recogido seguramente en unos
pocos centenares de metros de su discurrir. Los árboles de ribera del cauce -
¿fresnos, alisos?- desnudos de sus hojas permiten contemplar con delectación la
caída rumbosa de la Chorrera, de una inusitada fuerza en este día; en su parte
derecha, la plasticidad visual de los saltos que el agua va dando al chocar
contra las piedras inducen un cuasi ensimismamiento que se une al – exagerando
un poco- estruendo que provoca la caída desde un par de metros a la poza, donde
la espuma que se forma remolinea en la superficie; más abajo el agua se
desliza por encima de las piedras,
haciendo de trecho en trecho pequeños torbellinos que grácilmente sortea un
segundo después.
Tras las fotografías de
rigor, la vuelta – liberado ya de la cuasi “obligación” de archivar cada
elemento llamativo- se hace deprisa porque media hora después la Paella hará
acallar seguramente a ese gusanillo que empieza de manera incipiente a
deslizarse por el estómago.