23 de enero de 2013

Un paseo invernal el día de San Sebastián



El sonido del tamborilero de San Sebastián me levanta de la cama (¡ya era hora, tras 10 inhabituales horas de estancia en ella, después que el sopor  que produce la estufa de leña a su lado me hubiera agarrotado la noche anterior músculos y voluntad para acudir al habitual baile del sábado!), y tras hacerle unas fotos a la escasa comitiva que en ese momento le acompañaba, me dispongo el desayuno y me abrigo con la intención de disfrutar de un día de invierno persiguiendo el agua en las gargantas, regatos y regatillos que fluyen en los alrededores de Higuera.

A punto ya de entrar en el coche vuelve a sonar el tamborilero y la concurrida y colorista  procesión de San Sebastián me sorprende con un pie casi dentro, quedándome un poco en suspenso. Hago algunas fotos de la procesión y subo al coche para dirigirme hacia el camino de la Parrilla; antes y durante, voy haciendo algunas fotografías a elementos típicamente invernales (naranjos de Félix, repollos o berzas –no sé muy bien- de Lucas, solitarias “mielrras”…), iglesia y pueblo desde el alto de La Pasaera, viejos alcornoques caídos, caballos rebozados de agua, ovejas de Marino que vienen hacia mí pensando tal vez que es la hora de volver al corral, casa e higuera con sus desnudas ramas en la huerta de Fabián…; se ve un alcornoque semi podrido apartado del camino, que debió caerse con la ventolera del día anterior, y el regato del agua de la Parrilla que se ha desviado de su curso habitual y cruza indisciplinadamente por donde le ha venido en gana (¡ afortunado él a quien nadie le va a pedir cuentas por tomarse esa libertad!).

Doy la vuelta, y enfilo el camino de la Mina, maravillado por la contemplación de la hierba mojada, los charcos, charcas y regatos que corretean un poco por todas partes. La bajada hacia la Mina, como camino recorrido en multitud de ocasiones, se hace corta, dejando a los lados encinas y jaras que jalonan el camino. Llego al puente de la Mina y a primera vista me sorprende el caudal de agua de la Garganta de los Nogales, más aún con el contraste, aún en mi memoria, de su inexistencia no hace muchos meses ¡uno cree casi estar por momentos en esos ríos de aguas caudalosas de los Pirineos donde se desciende en verano haciendo “rafting”! La visión de las múltiples maneras de escurrirse el agua y el bullicioso ruido que produce estimula los sentidos, puesto que, como es habitual en invierno en estos parajes, la vida se ha ralentizado y apenas otros sonidos diferentes a estos se escuchan en derredor.

El camino que por la margen izquierda de la garganta conduce a la Mina aparece jalonado de regatillos que finalmente se unen con gracia al caudal de la garganta. Musgo, ciborranchas, hierba de un verde intenso y limpio, encinas y árboles de ribera provocan una sensación placentera de recogimiento y unión con el natural entorno. Más abajo, la boca, pozos, lavadero y los semi derrumbados edificios de la  Mina, ahora sí acompañados del runrún del agua que pasa cercana, seguramente se sentirán menos solos en estos solitarios parajes invernales; el  apenas perceptible desde aquí sonido del agua cayendo en la chorrera cercana pone una nota de melancolía monótona al conjunto.

Unas intermitentes gotas de lluvia hacen aún más placentero el momento, que se acentúa cuando aparece la plana de agua de la antigua presilla deslizándose con suavidad hasta precipitarse en la Chorrera de la Mina, que se muestra poco después de manera espectacular, motivada por las abundantes lluvias caídas el día anterior. A su lado, un regatillo saltarín le regala graciosamente de golpe su pequeño tesoro líquido recogido seguramente  en unos pocos centenares de metros de su discurrir. Los árboles de ribera del cauce - ¿fresnos, alisos?- desnudos de sus hojas permiten contemplar con delectación la caída rumbosa de la Chorrera, de una inusitada fuerza en este día; en su parte derecha, la plasticidad visual de los saltos que el agua va dando al chocar contra las piedras inducen un cuasi ensimismamiento que se une al – exagerando un poco- estruendo que provoca la caída desde un par de metros a la poza, donde la espuma que se forma remolinea en la superficie; más abajo el agua se desliza  por encima de las piedras, haciendo de trecho en trecho pequeños torbellinos que grácilmente sortea un segundo después.

Tras las fotografías de rigor, la vuelta – liberado ya de la cuasi “obligación” de archivar cada elemento llamativo- se hace deprisa porque media hora después la Paella hará acallar seguramente a ese gusanillo que empieza de manera incipiente a deslizarse por el estómago.

T.Melo, 20-1-2013