28 de diciembre de 2010

Un día en invierno. La escarcha y el carámbano

A quien como yo disfruta con la tranquilidad y la soledad, unos días invernales en este nuestro cada vez más pequeño pueblo de Higuera puede ser un gran motivo de satisfacción para los sentidos, aunque bien es verdad que el invierno no suele ser la estación preferida de casi nadie, si exceptuamos quizás a los amantes de los deportes de nieve. Ciertamente la vida en el campo pierde brillo y se ralentiza: árboles desnudos de sus hojas, peces que desaparecen en las profundidades y cuevas de ríos y arroyos, pájaros escondidos en las oquedades de los corrales y casas viejas, insectos invisibles, flores inexistentes, gentes arrebujadas en la mesa camilla con brasero (eléctrico a menudo, de picón el resto), calles desiertas ... Y sin embargo al invierno higuereño y a su entorno se le puede sacar también partido y hacer disfrutar a los –por estas fechas ateridos- sentidos.

El día siguiente a Navidad (dos grados a las 11 de la mañana, pero con un sol espléndido que mitigaba la percepción de frío) me acerqué en coche a coger unas piñas para encender la estufa en la carretera que va a la Bodega, con cuidado por el estado casi intransitable debido al paso de camiones y máquinas que sacan la madera de los tan denostados eucaliptus (¡Qué culpa tendrán ellos, que lo único que hacen -como es natural- es crecer allí donde el hombre los ha sembrado!), también invasores de la carretera (carretera que no olvidemos es una de las vías de evacuación ante posibles problemas en la central nuclear de Almaraz).

Pues bien, después de recoger las piñas en uno de los pinares que atraviesa la carretera me llegué a la Bodega donde la confluencia cantarina de sus dos arroyos, unido a la del chorro de la fuente cercana (a la que algún hacha o motosierra depredadora ha desprovisto de los fresnos que la rodeaban, quitándole la mitad de su encanto), a los madroños aún con frutos y a las sierras y valles circundantes, proporcionaban un gran momento de sosiego. Más adelante, ya empezada La Navilla, llamó mi atención la capa de hielo transparente que protegía el agua de las cunetas; no pude resistir la tentación -rememorando épocas infantiles- de bajarme para romper el hielo y sentir su frío intenso en la yema de los dedos al coger el carámbano.

Pasada La Navilla enfilé en dirección a Campillo de Deleitosa, deteniéndome en lo alto del puertecillo que da vistas en todas direcciones. Recostado sobre una roca que el sol hacía ya acogedora contemplé con placer todo el valle de La Navilla, las sierras de Guadalupe, nuestros Rinconcillos, algunas charcas y regatos perdidos entre las jaras; en la increíble quietud del entorno sólo se oían algunas esquilas de ovejas y un par de tiros de escopeta por los parajes de Deleitosa. Era un momento casi mágico. Me acerqué al otro lado para disfrutar del esplendor blanco de la nieve de Gredos (majestuosas montañas, especialmente en invierno), a cuya falda descansaban unas manchas blancas, los pueblos de La Vera; los valles que rodean el Campillo, repletos de jaras y retamas, acogían el vuelo siempre estético de unos cuantos buitres -una de las pocas aves visibles todo el año.

Ya más abajo, después de haber sido adelantado por un R24 "de competición" (así estaba escrito en su carrocería) con su escape a todo trapo poniendo una nota discordante al lugar y al momento, me acerqué a la plaza de Campillo, donde un chorro poderoso de la fuente resonaba al impactar sobre el plano del agua contra el que caía; a unos metros, unos cuantos barbos, carpas de colores y otros pececillos corrieron espantados al acercarme , aunque en un pilón de unos siete metros de diámetro poco lejos podían ir, los pobres. Abandoné el pueblo no habiéndome cruzado con más de tres personas y un mastín que dormitaba en una plazuela; antes de llegar a la garganta Descuernacabras un par de grupos recogían aceitunas sirviéndose de varas y arpilleras verdes; las naranjas naranjas de un naranjo vecino ponían la nota de color a un paisaje verde-grisaceo. El puente que cruza la garganta es testigo del devenir pausado de sus aguas y de la precipitación de las chorreras -sería exagerado llamarles cascadas- de un arroyo que desemboca a su lado. Este es uno de mis lugares preferidos, en cualquier época del año.

El resto del viaje hasta llegar a Higuera, ya sin detenerme apenas porque el estómago empezaba a demandar su rutina diaria, pasaba por Valdecañas, el Tajo y el Restaurante Portugal. Después de comer aquí me dio tiempo de curiosear los destrozos en La Playa de Extremadura (lástima de negocios frustrados) y visitar una vez más la enterrada ciudad árabe de Makhada Albalat y su cementerio donde pueden verse aún algunos tristes huesos y piedras amontonadas, en ese momento al descubierto por la bajada del Tajo. Acordándome de Ainelle (el pueblo de "La lluvia amarilla" de Julio Llamazares)no pude evitar pensar que un destino parecido de desolación les espera a los tres pueblos en los que estuve ese día; aunque algún turista futuro, al detenerse a contemplarlos en invierno, no dejará de encontrar encantadores -como yo hoy- la escarcha en los campos, el musgo en las calles y casas, el carámbano en los charcos.

T.Melo

1 comentario:

Anónimo dijo...

Adecuada descripción ('bonita' dirán algunos)de Higuera y su entorno, donde sobresale el silencio del paisaje y los frutos y colores que la naturaleza ha depositado en plantas y flores, en láminas de hielo y pueblos al sol bajo el vuelo de algunos pájaros.

Se necesita tener mucho amor a esta tierra para venirse un frío día de Navidad a recorrer sus caminos y veredas, y regalar a sus sentidos el goce de este espectáculo que surge espléndido a diario ante miradas desdeñosas que no lo estiman.

Pero hay una nota que lastra este afán: la proyección de un futuro desquiciado, por la ausencia de higuereños que, como Tomás ahora, vengan un frío día de Navidad a recorrer sus venas, a besar sus recuerdos y tensar sus músculos como se recorre el cuerpo de una novia. Entonces esta tierra abandonda se volverá tan intricada y desértica que solo podrá hollarla cualquier explorador o perito, por tierra o por aire, siempre buscando sacar de ella el máximo interés o desde la visión vulgar que tiene cualquier visitante o turista. Pero nunca podrá poner su corazón como se pone en una cosa viva.
Jesús C.